viernes, 11 de abril de 2014

La Leyenda de Kwon Ji - Segunda Parte

Hasta en cuatro ocasiones vio Kwon Ji elevarse a los verdes tallos hasta más allá de sus rodillas, para luego tener que cortarlos. Fue la época más dolorosa de su vida, fue cuando no había lugar para la felicidad, pero a la vez cuando se forjó su carácter y firmeza, y supo cual sería su destino.

Las largas jornadas en los campos de arroz acababan con sus músculos tan cansados y entumecidos que Kwon Ji no podía hacer otra cosa que tomar el cuenco de arroz que su dueño, no sin cierta sorna,  le ofrecía y descansar en el suelo, junto a los bueyes de arado.

Despierto, Kwon Ji ni tan siquiera tenía tiempo para echar de menos su vida anterior, los trabajos del campo eran una carrera sin final, bajo el sol, la lluvia y los latigazos. En las noches las cosas cambiaban. Volvía a convertirse en el heredero del reino y todas las penurias se volvían excesos.

Era en sueños dónde se rencontraba con su padre y le preguntaba por sus promesas incumplidas. El decapitado Rey, con solemnidad, respondía siempre:

“Algún día, hijo mío... todo lo que dije en vida se cumplirá.”

Kwon Ji, aún sin motivos, no podía hacer otra cosa que aferrarse a esas palabras como a un hierro ardiente. Su padre le señalaba en sueños que saliera al balcón. Dónde cientos de miles de súbditos esperaban para aclamarle y alabarle. Más entre los gritos de la muchedumbre, reconocía la agria voz de su amo:

“Algún día serás libre, pero no hoy… así que levanta y trabaja, que el arroz no se siembra sólo”

El sueño se desvanecía y Kwon Ji sabía que lo que ese viejo con aliento a ajo decía era tan cierto como que había sol y luna. Ese día  Kwon Ji no sería libre. Ese día Kwon Ji no sería más que un esclavo.

Cuando el roce del áspero arroz le desgarraba las manos, Kwon Ji observaba en silencio el gotear de la sangre, y su mente volaba al lejano día de la caída de su padre. La visión de cabeza de su padre en la pica tras los telares, la huida de palacio usando ropajes de siervo. Fue esa la primera vez que el antiguo heredero salía de palacio.

Vagó Kwon Ji desorientado por las calles de la ciudad, oyendo proclamas en contra de su padre y su linaje, aclamando la nueva dinastía - la del tío de su padre - que traería de vuelta el alimento, la prosperidad y la paz perdida en el reino.

Semanas durmió el príncipe destronado en la calle, comiendo de los despojos y los despistes de los mercaderes.

“Algún día serás libre, pero no hoy… así deja de mirarte las manos, que el arroz no se trilla sólo ”

Por más que fueran seguras y no dudara de ellas, las palabras que el encorvado tirano decía, no hacían nunca que Kwon Ji dejara de rememorar el pasado.

Apretaba los puños y recordaba como un comerciante de baja mirada no tardó en descubrirle robando un cuenco de arroz. A los gritos de ladrón las autoridades acudieron y, tras azotar públicamente al encubierto heredero, dieron por zanjado el suceso. Pero el pérfido comerciante no quedó satisfecho e invocando una ley ancestral compró la libertad de Kwon Ji por veinte Quanes.

Cuatro años pasó en los arrozales, y del niño que llegó, pocos rasgos quedaron en hombre que marchó.

“Algún día serás libre, pero no hoy… levanta y trabaja, que el arroz no se muele sólo ”

La evidencia era indiscutible, como la inmensidad del mar, pues eran los brazos de Kwon Ji, fortalecidos por el duro trabajo los que hacían girar las piedras de la molienda. La rueda giraba a la vez que el tío de su padre, el nuevo rey, pidió pleitesía a todos sus súbditos para él y su linaje. Uno a uno recorrería las casas y caminos del reino, para mostrar al nuevo heredero sus dominios

Y llegó el día que la pagoda real se paró frente a las tierras del dueño de Kwon Ji. Todo se engalanó para la ocasión, hasta los cerezos de la casa florecieron inesperadamente con tal fin.

El arroz estaba alto y comenzaba a amarillear. Con las rodillas hincadas en el agua del arrozal, Kwon Ji miraba con odio al que había truncado su destino. Tras él, debía estar su heredero, pero las pérgolas bajo la que se protegía del sol impedían verlo.

Cuando salió del engalanado palio, Kwon Ji tuvo ante sus ojos la flor más bella que jamás hubiera imaginado. El heredero era una hermosa flor de lis que cubría su pelo, tan oscuro como la noche, con una liviana gasa blanca.

Los ojos de  Kwon Ji se clavaron en los de la hermosa heredera durante un instante que pareció una eternidad.

“Algún día serás libre, pero no hoy… así que deja de mirar lo que nunca alcanzarás tener, agacha la cabeza y trabaja, que el arroz no se siega sólo”

Sin embargo Kwon Ji supo que lo que el viejo avaro de largos bigotes aseveraba, hoy no se cumpliría. Y fue entonces que Kwon Ji se puso en pie.

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