lunes, 17 de marzo de 2014

El Fiero Paso del Dragón - Herencia - Quinta Parte

- Venga, Darrell… - Raudo miraba a ambos lados, mientras los hilos de niebla seguían haciéndose más y más espesos, envolviendo por completo la embarcación - Maldita sea, ¡despierta de una…!

El terrible golpe que le hizo ver las estrellas vino a traición, por la espalda. A juzgar por el sonido metálico había sido un candil. Aun en el suelo, aturdido y confuso, la mente de Raudo empezó a atar los cabos. Rodaba por cubierta el arma del delito y entre la espesura de la niebla pudo ver la figura que, tras haberlo atacado, intentaba ahora soltar las amarras de uno de los pequeños botes del barco.

- Vamos, estúpidas cuerdas… - Lady Tessa trataba de hacer toda la fuerza posible para quitar aquellos nudos. De vez en cuando miraba en dirección a proa, donde apenas podía ver entre la niebla las figuras de sus captores: el hechicero, que no había dejado aquella pose de profunda concentración, y el viejo rufián a quien había logrado noquear y que comenzaba a ponerse en pie. – ¡Cuerdas del demonio…!

Con un silbido, una cuchilla tan alargada como afilada cruzó la cubierta y se clavó en el lugar donde apenas un instante antes se encontraban las delicadas manos de Lady Tessa. Ésta dejó escapar un chillido de sorpresa, dio un par de pasos hacia atrás para terminar cayendo sobre sus nalgas entre dos barriles. Sacando otro de sus cuchillos arrojadizos, Raudo se llevó la otra mano al cogote, afinando la vista mientras murmuraba la clase de cosas que jamás deben decírsele a una dama fina y elegante.

Lady Tessa se incorporó como buenamente pudo y corrió a través de la cubierta, bajando las escaleras que conducían a las bodegas. La niebla se había filtrado incluso allí abajo y moverse entre la gran cantidad de fardos que se acumulaban no era tarea apropiada para alguien que lucía un atuendo como el suyo. Escuchó rasgarse la tela cuando uno de los pliegues quedó atrapado por un clavo sobresaliente.

- Oh, no. Es seda de Lanemore… - por un segundo, y viendo el inmenso rasgado que a Tessa se le antojaba grande como una sima sin fondo, la joven había perdido la noción del tiempo. O quizá había subestimado la agilidad de su perseguidor. Puede que un poco de ambas cosas pues lanzó un nuevo gritito de alarma cuando Raudo deslizó con velocidad sus brazos en torno a su cintura y su cuello. Reaccionó de forma instintiva, clavando sus dientes en la mano del viejo truhán.

- ¡Ay! ¡Será…! – la rebeldía y el instinto de lucha que bullían en la joven sacaron una sonrisa de grata sorpresa en los ojos de Raudo. Ella le miró desafiante, colocándose frente a él mientras daba lentos pasos hacía atrás. – Estás acorralada, princesa. ¿Crees que esta bodega tiene otra salida que no sea la que tengo a mi espalda?

Para dar mayor crédito a las palabras de Raudo, la espalda de Tessa tropezó entonces con el fin de su huida. Miró a su espalda y vio uno de tantos enormes fardos que cargaba el navío en su vientre, en este caso un enorme bulto de tamaño rectangular cubierto por telas negras. Éstas se encontraban afianzadas mediante enganches. Afilados enganches. Tessa los miró por un segundo y luego miró a Raudo. Éste dio un paso. Otro más.

- ¡Espera! – Tessa le tendió una de las manos, en gesto de frenada.
- No voy a hacerte daño… - “por mucho que te lo merezcas, mocosa malcriada”, terminó de pensar.
- No es eso. – Raudo seguía caminando hacia ella. Tessa, con una de sus manos oculta tras su espalda, había comenzado a desatar uno de los afilados enganches. Pero necesitaba tiempo. Tenía que ganar tiempo. Y sabía cómo hacerlo. – Es la historia… la historia de ese hombre que decís que es mi padre…
- ¿Awender? – Raudo se detuvo. - ¿Qué pasa con él?
- La historia que tu amigo… - los ojos de Tessa indicaron la salida al exterior que tenía la bodega. – La que contó tu amigo el hechicero…
- Ya sé que te niegas a creerla, mocosa… - Raudo estaba a punto de dar un paso más adelante. Pero la extrañamente sincera desesperación en la voz de ella lo llevó a frenarse en seco.
- ¡No es que no me la crea, maldita sea la Luna Roja! – la chica esbozó una sonrisa de superioridad que, por un instante molestó a Raudo. Sobre todo por lo que dijo entonces. – ¿Tan estúpido eres que no reconoces uno de los cantares de bardo más populares de Glorantha?
- ¿De qué…?
- “El Romance de la Ninfa y el Caballero”. – si en algo era buena Tessa era sacando de sus casillas a los hombres. Y sabía que a ese viejo truhán con ínfulas de conquistador nada le molestaría más que descubrir que había sido víctima de un engaño. – Cámbiale los nombres al Caballero y la Ninfa… ¡y tendrás la historia que te contó tu amigo sobre ese supuesto padre mío!

Raudo frenó en seco las ganas que tenía de castigar la arrogancia de aquella mocosa impertinente. Su cabeza aun le daba vueltas por el golpe que Tessa le había propinado y quizá por eso tardase un segundo más de la cuenta en analizar lo que la chica le estaba contando. Pero un escalofrío le recorrió la espalda al comprender que tenía razón. Por supuesto formaba parte de una treta: la mano de Tessa empuñaba ya el enganche afilado y estaba a medio camino de clavarlo en el brazo de Raudo cuando éste la frenó en seco. Una cosa era que uno de sus mejores amigos en esta vida le hubiese colado una mentira propia de un estafador principiante. Otra muy distinta que una mocosa como esa lo pillase desprevenido.

- ¡Suéltame! – Tessa forcejeaba, mientras su voz iba pasando de la indignación al llanto. - ¡Te he dicho la verdad, te he dicho la verdad! ¡Tu amigo te ha mentido!

De repente, Raudo aflojó la presa sobre la joven y ésta cayó al suelo, víctima de su propio forcejeo. La joven se incorporó rápidamente, con un único pensamiento en la mente: huir. Corrió hasta las escaleras que la conducirían a cubierta. Pero al pisar los primeros peldaños comprendió que era innecesaria la urgencia. Miró atrás y vio como el viejo truhán se había quedado allí. Petrificado. Entre la penumbra de la bodega, apenas iluminada por un triste candil, y la niebla que conseguía filtrarse incluso en el vientre de la nave; a Tessa le costaba ver qué era lo que había hecho que Raudo se quedara paralizado.

El viejo truhán sintió como una lágrima le recorría la mejilla. Al quitar el enganche afilado, Tessa había provocado que la lona negra cayese al suelo, revelando la naturaleza de aquel inmenso fardo. Era de piedra, un sarcófago labrado con ricos bajorrelieves. Sobre la superficie había esculpido un rostro. Y un nombre grabado que Raudo dejó escapar entre los labios.
- Alias.

***

- ¡Si! ¡Así! – El rey se levantó de su trono de piedra con tal entusiasmo que a punto estuvo de volcar la copa de buen vino que tenía a su lado. - ¡Muy bien! ¡Así se hace, mi criatura!

A pocos metros del palco de honor del coliseo, en la arena, el enorme dragón lanzó un triunfante rugido que casi podía competir con el clamor de la multitud que asistía, entregada, al grotesco espectáculo: el cuerpo del último guerrero yacía en la arena, carbonizado de arriba abajo.

- Eso es, ¡lleváoslo! ¡Y no tardéis en traer al siguiente luchador, maldición! – el rey dedicó una fugaz mirada a los dos esclavos que retiraban el cuerpo del último de los desgraciados a quienes la montura del Dios Dragón había dado buena cuenta. Con su semblante momificado y recolocándose bien la barroca corona que coronaba su cabeza, el avatar de Shiro volvió a sentarse sobre su trono, dedicando un nuevo brindis a su criatura. – Hacía tiempo que no nos lo pasábamos tan bien, ¿verdad?

A modo de afirmación, el colosal dragón lanzó un nuevo rugido que atravesó el firmamento. Llegó incluso a hacer temblar los cimientos del mismo coliseo: algunos hilillos de arenisca cayeron sobre el chamuscado cuerpo que los esclavos habían dejado en el interior de una de las cámaras subterráneas. Pasados unos pocos segundos tras la marcha de los esclavos, el cadáver comenzó a moverse. Con movimientos doloridos, Awender se desprendió de las placas metálicas de la armadura, apretando los dientes de dolor y dejándolas caer una a una, con el cuidado necesario para no quemar sus dedos pues aun estaban calientes.

Más muerto que vivo, el viejo asesino caminó hasta uno de los abrevaderos que había en aquella cámara subterránea. Incluso allí se escuchaba el clamor de la multitud que, al igual que Shiro, ansiaban más espectáculo.

- ¿Cuanto tiempo crees que vas a poder engañarlo?

La voz de la joven vino de su espalda. Habían pasado años desde la última vez que la escuchó. Y sonaba en ese instante tan joven, fuerte y pasional como en aquella última ocasión. Antes de responder, cansado y con el semblante a medio lavar, aun cubierto de carbonilla; Awender dejó escapar un suspiro de amargura.

- Las veces que sea necesario… - Awender respondió, cerrando los ojos, incapaz de darse la vuelta y encararla. – Voy a seguir dándole espectáculo a Shiro para mantenerlo dentro de mi. Al menos hasta que me den la señal. Tal y como…

- Tal y como ese sacerdote lunar te dijo que hicieses… - Awender escuchó los pasos de la joven, pasando cerca suya. El viejo asesino permaneció quieto, petrificado. Incapaz de darse la vuelta y mirarla. Escuchó el entrechocar metálico de las piezas de una nueva armadura que la joven había dejado caer sobre el suelo de aquella mazmorra. – Aquí tienes. Lista y preparada para que vuelvas a montar el espectáculo.

Awender bajó la vista y miró a su derecha. Vio las piezas relucientes de una nueva armadura. Tan impresionante y bella como con la que, hacía apenas unos instantes, lo había calcinado el dragón. Estuvo a punto de levantar la vista cuando vio las botas de cuero de la joven que la había traído. Vio sus tobillos, firmes. El esfuerzo de haber salido a la arena - ¿Cuántas veces ya? ¿diez? ¿veinte? ¿puede que treinta? – en tantas ocasiones no era nada. Nada en absoluto. Nada en comparación con la fuerza de voluntad de la que tuvo que hacer acopio Awender para no seguir alzando la vista y poder mirarla.

- Es la hora. – el rechinar de cadenas acompañó a la afirmación de la joven, cuyos pasos se fueron alejando de Awender. – Espero que valga la pena tanto sufrimiento…

Awender alzó la vista cuando supo que estaba lo bastante lejos. Apenas vislumbró la silueta de la joven desapareciendo por uno de los pasadizos mal iluminados que recorrían el subsuelo del coliseo. Afuera, el clamor iba en aumento: Shiro se impacientaba. Agotado, dolorido y con la certera sensación de no poder aguantar mucho más, Awender comenzó a colocarse de nuevo las placas de la renovada armadura. Las heridas aun no habían cicatrizado – y aunque en el plano astral todo parecía curarse mucho más rápido, cada vez pasaba menos tiempo entre un combate y otro. Sintiendo la mordedura de cada corte, cada quemadura y cada contusión, Awender no se detuvo.

Valía la pena cada brizna de sufrimiento.
Ella lo valía.
Y así, Awender se colocó el casco que ocultaba su rostro. Dispuesto a salir una vez más a la arena y distraer al aburrido Dios Dragón. Mientras la portezuela se izaba ante él, el rumor de la multitud se iba convirtiendo en clamor. Justo antes de volver a pisar el ruedo, Awender suspiró con desesperanza.
- Espero que sepas lo que estás haciendo, viejo amigo… porque no creo que pueda aguantar mucho más.

***

Con un sonoro “tunk”, la embarcación chocó suavemente contra el embarcadero fantasmal. Darrell abrió los ojos y no le sorprendió que aquella niebla lo cubriese todo, apenas dejando ver pocos metros por delante. Se puso de pié, notando como sus músculos estaban entumecidos debido a las horas que había pasado en pose de meditación. Se aferró a uno de los cabos de cubierta y oteó el horizonte. Sentía las palpitaciones frenéticas de su corazón y notó como a punto estuvieron de detenerse al intuirse, entre la neblina, las colosales figuras de aquellas estatuas de los dioses.

- Dioses… - dejó escapar abrumado por lo que eso significaba – Lo he conseguido. Hemos llegado.
- ¿A dónde?

Darrell se dio la vuelta. Es posible que fuese el entusiasmo lo que le había impedido escuchar a Raudo a su espalda. El veterano hechicero prefirió pensar eso a imaginar que su viejo amigo estaba empleando tretas de embaucador con él.

- Te lo contaré mientras vamos para allá. – Darrell se dispuso a ir hacia su camarote. – No tenemos mucho tiempo y…

Con un movimiento rápido, Raudo puso la hoja de su cuchillo en el cuello de Darrell, cortando en seco tanto su marcha como su discurso. El viejo truhán tenía una mirada mortalmente seria, a la que acompañó con un pequeño truco de prestidigitación.

- Dime, hechicero… - sin dejar de presionar el cuchillo en su garganta con la izquierda, entre los dedos de la derecha hizo aparecer un pequeño pliego de varias páginas maldobladas - ¿Reconoces este panfleto?

“La Ninfa y el Caballero”: los ojos de Darrell se abrieron de par en par al comprender lo que estaba pasando.

- Puedo explicártelo…
- Claro que puedes explicarlo… - Raudo apretó suavemente el cuchillo: sabía que a Darrell le bastaba una palabra para convertirlo en humo. Pero, ¿la pronunciaría antes de cortarle las cuerdas vocales? – Y lo harás. Me vas a explicar AHORA MISMO porqué me contaste esa sarta de mentiras sobre Awender. Y de paso por qué tenemos en la bodega el sepulcro de Alias.
- ¿Dónde…? – Darrell miraba para todos lados - ¿Dónde está Tessa?
- No te preocupes por ella: duerme en tu camarote por cortesía de unas hierbas somníferas que yo mismo le he proporcionado. Pero… - Raudo esbozó una sonrisa – Lo has vuelto a hacer, ¿te das cuenta? ¡Otra vez estoy yo contestando a tus preguntas! Parece que al final vas a ser mejor embaucador que hechicero…
- Pues más nos vale, viejo amigo… - Darrell lo miró devolviéndole esa misma sonrisa pícara – Porque precisamente por eso estamos aquí.
- ¿Qué…? ¿De qué estas hablando?
- Si hemos venido hasta aquí, Raudo… - Darrell miró en dirección a las colosales estatuas. - … es para estafar a los Dioses.

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