lunes, 7 de enero de 2013

Calvo como una sandía - Tercera Parte


El griterío rebosaba por las ventanas como una olla de espaguetis demasiado llena y en inesperada ebullición. Ante los delirantes acontecimientos que se habían desatado durante la vigilia lunar, el Ilustrísimo Señor Alcalde había tenido a bien convocar una Asamblea Extraordinaria en el vestíbulo del Ayuntamiento. Nunca antes el suntuoso edificio se había asemejado tanto a un gallinero. Cacareaban los habitantes del pueblo, presos de la incredulidad y el desconcierto. No sería justo reprocharles la algarabía. Algunos habían experimentado transformaciones tan sumamente tangenciales que costaba incluso reconocerlos al primer vistazo.

Don Tunerio, el profesor, pugnaba por sostener sus quevedos sobre una nariz de tabique quebrado y torcido como una alcayata. Branco, el campeón regional de boxeo y de quien se decía que hasta dormía con los guantes puestos cuando se acercaba un torneo, buscaba aliados que aliviaran el picor que le producía su recién adquirido mostacho, faldón ceniciento de una regordeta napia de maestro. Lilí La Pudorosa, estiraba infructuosamente su saya de lana. Por mucho que se esforzara, era incapaz de cubrir unas espigadas piernas de alambre, blancas como la leche y sembradas de acaracolado vello. Cigüeñón, el farolero, sostenía un bistec crudo sobre su amoratado ojo. El accidente se había producido al verse obligado a usar por primera vez en su vida una escalera para alcanzar los candiles de la Plaza Mayor. Contaba alterado haber tropezado con su mono de trabajo que ahora holgaba de sobremanera por sus cortas extremidades.  Cosa lógica cuando has encogido casi un metro de altura.

Pero no todo eran caras de disgusto ni llantinas lastimeras. Doña Polaina, la bibliotecaria, ronroneaba encantada con el tono aceitunado de su piel.  La Señora De la Tabla sonreía luminosamente por lo generoso de su nuevo y redondeado busto. El Señor De la Tabla sonreía aún más. Los gemelos Tic y Toc comparaban ufanos unos cambios que tan solo ellos podían identificar. ¿O quizás era otra de sus impertinentes bromas? Lo cierto es que la gran mayoría disfrutaba de la refrescante novedad. ¡Tan humano resulta minusvalorar lo propio y desear lo ajeno!

Entre tanta trapatiesta, el Ilustrísimo Señor Alcalde llamaba al orden con una cavernosa voz de barítono recién estrenada. Poco a poco los asistentes fueron acatando el mandato de silencio algo a regañadientes. La reunión tenía como primer punto, conocer el alcance de las metamorfosis. Don Ripoldo, el notario, confirmaba que nadie, salvo quizás los gemelos Tic y Toc, no se atrevía a asegurarlo, había escapado a la asombrosa permutación. Era por tanto un asunto que afectaba directamente a todo el pueblo. Consecuentemente, el Doctor Casablanca recomendaba la cuarentena. También confirmaba que aparentemente la patología solo afectaba a las personas. No quería ni imaginarse qué pasaría si alguien apareciese con una cabeza de cerdo o algo similar. El imperioso vozarrón del Ilustrísimo Señor Alcalde tuvo que imponerse una vez más a la explosión de carcajadas y lágrimas.

Tamuerto, el enterrador, discrepó en ese punto. Algo más era diferente. Aseguraba que en el cementerio había crecido un gigantesco árbol de ramas retorcidas y raíces ensortijadas. La revelación eclosionó, convirtiéndose en una caótica discusión. ¿Sería ése el origen de este encantamiento? ¿Hechicería? ¿Maldición? ¿Influjo divino? ¿Qué hacer? El Padre Justino era acosado por miradas interrogantes. ¡¿Qué debían hacer?!

El estrépito de cristales rotos enmudeció a la sala.

Había bastado una mirada. Tantos años de odio, recelo, intrigas y zancadillas camufladas habían forjado un hondo conocimiento del otro. Uno había emponzoñado los geranios de la otra con sal. Ella había intentado envenenar con azufre los agapornis de él. Y sin embargo, habían llegado a un mudo e inmediato acuerdo de armisticio indefinido y colaboración mutua ante el enemigo común. Ella abrió de un mandoble la caja de emergencias con una pesada silla. Él asió el hacha con determinación. Traspasaron hombro con hombro el umbral del Ayuntamiento ante la atónita mirada de sus vecinos.

¡Ya basta de tanta cháchara! ¡Era hora de pasar a la acción!

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