sábado, 2 de junio de 2012

LAS AVENTURAS DE LOS GOONBOYS - La última aventura, 2ª parte. Capítulo primero.


  La brisa de verano acariciaba juguetona el vestido de Paula. Era un vestido blanco, moteado con flores de diversos colores alegres que bailoteaban al compás del viento, rozando un esbelto cuerpo que ya insinuaba ciertas formas de mujer. Lo que iban a hacer estaba mal. Él lo sabía y sospechaba que ella también. Pero quizás eso le hacía desearlo más. O tal vez fuera que en ese momento no le importaba en absoluto. Solo podía pensar en una cosa. En hacer algo que llevaba tiempo anhelando secretamente. Llevaban días hablándose en silencio, diciéndose mil cosas con fugaces miradas. Por fin había reunido el valor… No, no el valor, sino el ansia suficiente para escribir una nota nerviosa que decía únicamente: “A las siete en el parque Rojo”.

  Todos conocían perfectamente aquel frondoso parque de las afueras tras la búsqueda infructuosa del tesoro del bandolero “El Tuerto”. No se habían dicho ni una sola palabra desde que se encontraran en la puerta, temerosos de estropear el momento. Sus pies les habían llevado al pequeño claro del viejo banco bajo el sauce llorón. Allí el tiempo se había congelado. Sus ojos estaban clavados en los de ella mientras su corazón golpeaba su pecho a mil por hora con escandalosa insistencia. Torpemente cogió su mano. Estaba fría como un témpano y… ¿Estaba temblando? Notaba su espalda empapada de sudor.
 –“¡Vamos, tío! ¡No te quedes ahí plantado como un idiota! ¡Lánzate!”-
No había marcha atrás. Cerró los ojos y…

  Era de noche. Lo sabía porque un frío gélido y húmedo le hacía temblar de forma descontrolada.  El agotamiento y la fiebre le habían hecho perder la noción de la realidad y su mente vagaba libre entre sueños y recuerdos de un aterrador realismo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Días? ¿Semanas? No había comido nada desde hacía una eternidad y el agua, que le cubría hasta medio cuerpo, tenía un desaconsejable sabor ácido  al que había terminado por sucumbir. Nada que ver con el dulce aroma de los labios de la pequeña Paula. Había sido su primer encuentro a solas. Su primer beso. Y probablemente el principio del fin de su amistad. Pero ¿Qué pre-adolescente puede resistirse a la imperiosa llamada de la carne? Había pensando mucho en sus viejos amigos. ¡Cuántas increíbles aventuras juntos y qué forma más vulgar de perder el tesoro más preciado que les unía!

  Se habían creído tan especiales… Habían derrotado brujas, encantadores de ratas, sectas, ladrones, secuestradores, ¡hasta a un hombre lobo! Y, sin embargo, habían sucumbido al más común de los males: la culpa, la vergüenza, los celos, el distanciamiento, el tiempo y, finalmente, el olvido.
¡No! ¡No podía hacer eso! Auto compadecerse no iba a sacarle de ahí. ¡Él era un hombre de éxito, astuto y con iniciativa! Tras una carrera mediocre en la universidad, había descubierto la forma de prosperar explotando sus habilidades de vendedor. Había guardado en un oscuro rincón de su ser sus inquietudes artísticas para focalizar sus esfuerzos en algo mucho más práctico: el dinero.  ¿Por qué invertir meses en diseñar retorcidas figuras geométricas cuando podía ganar mucho más intermediando en la construcción de viviendas unifamiliares? ¡Que hagan arte otros! Él quería fortuna y mujeres.

  Tan solo se había dejado llevar por su romanticismo una vez al adquirir los terrenos de la abandonada iglesia de su pueblo natal. En su fuero interno pretendía hacer algo hermoso para curar traumas que se le habían enquistado en el alma. Pero su socio no estuvo de acuerdo. Quizás si le hubiera contado sus auténticas razones, si le hubiera explicado… No, Don Leopoldo nunca lo hubiera entendido. Demasiados años haciendo negocios juntos. No comprendería que hicieran algo sin lucrarse. Serían viviendas de lujo entonces. ¡Qué ironía tan grande! La supuesta base secreta de una secta demoníaca en la que había estado a punto de morir ahogado, convertida en un barrio para estrellas de la tele, jugadores de fútbol, tiburones de mercados de valores y políticos jubilados.

  Había pensado mucho en sus amigos pero también en quién podía ser el loco que le había secuestrado. De los innumerables enemigos que habían podido forjarse a los únicos a los que no habían dado un buen escarmiento eran los de la iglesia de San Judas.  La coincidencia era demasiado clara como para ignorarla. No había tenido el valor de ir en persona a la iglesia, a pesar de que había ordenado sellar el pozo, pero se había documentado. El templo estaba dedicado a Judas Tadeo y no Judas Iscariote, como había supuesto el sabelotodo de Gregorio. Su primer párroco había sido un tal Don Ricardo Casasgrandes. Al parecer no había sido un tipo cualquiera. Un contacto de la archidiócesis de Valencia le había contado una historia sobre una congregación que trataba directamente con El Vaticano especializada en temas de posesiones y exorcismos. Según los archivos, Casasgrandes se había retirado voluntariamente a San Gonzalo tras muchos años de activismo con los “Discípulos de San Tadeo”. Años después habían llegado los rumores sobre cánticos a media noche pero desde la alta cúpula eclesiástica nunca se les otorgó credibilidad

  ¿Y si…? ¿Y si el viejo cura no vino tan solo buscando el feliz retiro deseado por todos? ¿Y si trajo consigo algún terrible secreto? ¿Podría haberse pasado al otro bando? ¿Y si se había aliado con aquellos a los que había combatido en nombre de Dios? Había vivido suficientes aventuras como para creer en la existencia de demonios y demás seres sobrenaturales. ¿Y si alguien más aparte de ellos sufrió las consecuencias del incendio? Habían asumido que el incendio había sido provocado para tapar huellas pero… ¿y si lo causaron ellos? ¿Y si fue un accidente? Un accidente que él había provocado con su grito. Un accidente que destrozó un culto que había sobrevivido décadas en la sombra. Y ahora él había vuelto para construir pistas de pádel sobre las tumbas de los santos.

  Marcos intentó incorporarse pero las fuerzas le fallaron. Se apoyó en la áspera pared y gritó con todas sus fuerzas. Pero sólo salió un graznido ronco. La tos le tumbó de nuevo en el suelo y a punto estuvo de ahogarse. Desesperado volvió a erguirse con la ayuda de sus débiles brazos y lo intentó de nuevo.
-Ey... ¡Ey!... ¡¡EY!! ¡hijo de puta! ¡ja, ja, ja! ¡MALDITO HIJO DE PUTA! ¡DÉJATE DE JUEGOS, CABRÓN DE MIERDA! ¡¡YA SE QUIEN ERES!! ¡¡MIS AMIGOS Y YO TE VAMOS A JODER DEL TODO ESTA VEZ!!-

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